Colombia - 09 agosto, 2023
En el área de influencia del Parque Nacional Natural Serranía del Chiribiquete, ubicado entre el departamento del Guaviare y el departamento de Caquetá, el parque más grande del país, viven una gran cantidad de personas. Aunque es un territorio que queda lejos de ciudades y centros urbanos, se ha ido transformando gracias a actividades extractivas (como la ganadería y la tala de madera) y convirtiendo en un punto económico relevante.
Es así que se han ido formando caseríos y veredas a donde se están mudando cada vez más personas con la promesa de lograr estabilidad económica. Un ejemplo de estos lugares es la vereda La Cristalina. Llegar a ella es fácil, basta con atravesar dos horas la selva desde el pueblo más cercano (cinco si la lluvia deshace la carretera) y tener mucha paciencia. El recorrido es un ejemplo excelente para visualizar los grados de intervención de la selva: se ven parches de selva virgen, selva restaurada, potreros limpios y hectáreas de árboles cortados y quemados. Todos estos paisajes revelan dinámicas sociales, económicas e históricas de la región, así como interacciones socioecosistémicas y formas de habitar el territorio.
La Cristalina se fundó hace unas tres décadas. Familias como la de Rubiela llegaron, poco a poco, con la intención de construir una finca que les permitiera vivir más cerca de la naturaleza. En esa época, para llegar, se necesitaba casi un día andando a caballo, atravesando el monte con las raciones de comida contadas y la ropa bien empacada para que no se mojara mucho. Como doña Rubiela recuerda, lo que les inspiró para hacer estos viajes era el sentido de la aventura, de descubrir un lugar nuevo y adentrarse en la selva, cohabitar con los animales y las plantas.
Por eso, al principio, solo se encontraban algunas fincas aisladas, a las que solo lograban llegar los iniciados, es decir, quienes podían leer bien los caminos dentro de las plantas. Cada viaje desde el pueblo lo hacían en grupos de quince personas que después se iban separando a medida que cada familia se desviaba para su finca y, aunque no se veían mucho cuando estaban allá, siempre acordaban una fecha y punto de encuentro para el regreso. Así los riesgos de la aventura se reducían.
El tamaño del caserío fue aumentando gradualmente a medida que llegaron más personas. Esto hacía que fuera un lugar más atractivo para el comercio. De este modo, la selva fue cediendo espacio poco a poco, pues donde antes había una sola finca, con un pequeño potrero para una decena de vacas, fueron apareciendo dos o tres. Se empezó a formar una comunidad de personas con historias y procedencias muy distintas a quienes las unía las ganas de tener un hogar rodeado de los sonidos de la selva y dejar su marca en la expansión de las fronteras del país. Y aunque el aislamiento y la presencia de grupos armados era una barrera para generar opciones económicas —más bien la única opción viable era la producción de coca y hoy en día la ganadería—, eso no ha impedido que se sobreviva y se pueda comprar lo que la selva no regala.
Actualmente el caserío La Cristalina es más grande que nunca y cada año aumenta el número de habitantes. Esto ha atraído también la oferta de servicios y productos para los que antes había que realizar uno o incluso dos días de viaje. Ahora hay conexión eléctrica (casi constante), puntos de acceso a internet, Efecty y Paga Todo. La Institución Educativa La Cristalina es una de las más grandes de la zona y de las pocas que llega hasta la media técnica, lo que también atrae a familias que ven en la educación la posibilidad de un mejor futuro para sus hijos e hijas.
Aun así, jóvenes como Nicolás admiten que nada de esto se compara con vivir en una ciudad. La oferta de servicios y de opciones culturales es poca y, cuando no está en la escuela, la cantidad de cosas que puede hacer es reducida. Los jóvenes como él sienten que no hay un futuro para ellos en la vereda. Después de todo, la vida al lado de la selva y lejos de los centros urbanos tiene opciones y las oportunidades muy limitadas. Si se quiere continuar con la formación académica después del colegio, se vuelve necesario mudarse a San José del Guaviare o a ciudades incluso más grandes, lo que obliga a muchas personas a migrar de este lugar.
Sin embargo, también hay jóvenes que sienten un arraigo importante en el territorio. Jasbleidy lleva veintitrés de sus veinticinco años de vida en la vereda y dice que ya tomó la decisión de quedarse y de que su hijo crezca ahí igual que ella. Es más, después de vivir un tiempo en Villavicencio, el canto de las aves y los insectos y las dinámicas más tranquilas la llamaron de vuelta. Por este motivo decidió regresar a colaborar en el restaurante-tienda familiar. Hoy en día visualiza su futuro ahí, y cree que es viable ir cambiando prácticas de explotación e imposición en la selva hacia formas más sostenibles de cohabitación. Después de todo, cada vez los animales se escuchan más lejos y la última vez que se cruzó a un jaguar fue hace más de quince años. Este fue un encuentro que su madre recuerda con admiración, miedo y añoranza, un momento que les recuerda un pasado en el que la selva y las fincas estaban tan entremezcladas que parecían parte de un mismo esquema.
Las economías como las del Guaviare a nivel nacional aún no logran regular la ampliación de la frontera agrícola. Miles de hectáreas de selva son destruidas anualmente, desplazando especies y modificando las dinámicas del suelo, el viento y la lluvia. Sin embargo, cada vez hay más personas que habitan estos territorios y que empiezan a ver los cambios negativos que trae la modificación del paisaje a gran escala. Muchas sienten que están perdiendo lo que les atrajo a la región en primer lugar: poder vivir de forma más amigable con la naturaleza, mezclarse con ella y alejarse de las dinámicas de las ciudades. Por esto es que ven la posibilidad de que las nuevas generaciones, cada vez más informadas sobre el medio ambiente y el cambio climático, se preocupen por los seres no humanos del territorio y busquen nuevas formas de vivir de forma sostenible (económica y ambientalmente) en la selva, sin dejar de lado —por supuesto— el acceso a una calidad de vida digna y satisfactoria que permita el crecimiento personal y social. El caserío seguramente seguirá creciendo, se abrirán otras dos tiendas y se terminará de activar el centro de salud, pero es posible que esto se logre hacer sin destruir la selva que les rodea y les ofrece tanto.